El loro de Flaubert

«Se puede definir una red de dos maneras, según cuál sea el punto de vista que se adopte. Normalmente, cualquier persona diría que es un instrumento de malla que sirve para atrapar peces. Pero, sin perjudicar excesivamente la lógica, también podría invertirse la imagen y definir la red como hizo en una ocasión un jocoso lexicográfico: dijo que era una colección de agujeros atados con un hilo. Lo mismo puede hacerse en el caso de la biografía. La red va siendo arrastrada, se llena, y luego el biógrafo la cobra, selecciona, tira parte de la pesca, almacena, corta en filetes, y vende. Pero ¿y todo lo que no pesca? Siempre abunda más que lo otro. La biografía, pesada y respetuosamente burguesa, descansa en el estante jactanciosa y sosegada: una vida que cueste un chelín te proporciona todos los datos; si cuesta diez libras incluirá, además, todas las hipótesis. Pero piénsese en todo lo que se escapó, en todo lo que huyó con el último aliento exhalado en su lecho de muerte por el biografiado. ¿Qué posibilidades tendría el más hábil biógrafo ante el sujeto que le ve venir y decide divertirse un rato?»

Julian Barnes

8 octubre, 2008  Leave a comment

Poesía Clásica Japonesa

13 septiembre, 2008  Leave a comment

Shisei (El tatuador / 1910)

Junichiro Tanizaki

Era aquella una época en la que los hombres rendían culto a la noble virtud de la frivolidad, en la que la vida no era la áspera lucha que es hoy. Eran tiempos de ocio, tiempos en que los ingeniosos profesionales podían ganarse la vida sobradamente si conservaban radiante el buen humor de los caballeros ricos o bien nacidos y si cuidaban de que la risa de las damas de la Corte y de las gheisas no se extinguiese nunca. En las novelas románticas, ilustradas, de la época, en el teatro Kabuki, donde los rudos héroes masculinos como Sadakuro y Jiraiya eran transformados en mujeres, en todas partes, la hermosura y la fuerza eran una sola cosa. Las gentes hacían cuanto podían por embellecerse y algunos llegaban a inyectarse pigmentos en su preciosa piel. En el cuerpo de los hombres bailaban alegres dibujos de líneas y colores.

Los visitantes de los barrios de placer de Edo preferían alquilar portadores de palanquín que estuviesen tatuados espléndidamente. Entre los que se adornaban de este modo no sólo se contaban jugadores, bomberos y gente semejante sino miembros de la clase mercantil y hasta samuráis. De vez en cuando se celebraban exposiciones y los participantes se desnudaban para mostrar sus afiligranados cuerpos, se los palmoteaban orgullosamente, presumían de la novedad de sus dibujos y criticaban los méritos de los ajenos.

Hubo un joven tatuador excepcionalmente hábil llamado Seikichi. En todas partes se le elogiaba como a un maestro de la talla de Caribun o Yatsuhei y docenas de hombre le habían ofrecido su piel como seda para sus pinceles. Gran parte de las obras que se admiraban en las exposiciones de tatuajes eran suyas. Había quienes podían destacarse más en el sombreado o en el uso de cinabrio, pero Seikichi era famoso por el vigor sin igual y el encanto sensual de su arte.

Seikichi se había ganado anteriormente el pan como pintor ukiyoke de la escuela de Tokoyuni y Kunisada y a pesar de haber descendido a la condición de tatuador, su pasado era visible en su conciencia artística y su sensibilidad. Nadie cuya piel o cuyo aspecto físico no fuese de su agrado lograba comprar sus servicios. Los clientes que aceptaban tenían que dejar coste y diseño enteramente a su discreción y habían de sufrir durante un mes o incluso dos, el dolor atroz de sus agujas.

En lo profundo de su corazón, el joven tatuador ocultaba un placer y un secreto deseo. Su placer residía en la agonía que sentían los hombres al irles introduciendo las agujas, torturando sus carnes hinchadas, rojas de sangre: y cuanto más alto se quejaban más agudo era el extraño deleite de Seikichi. El sombreado y el abermejado, que se dice que son particularmente dolorosos, eran las técnicas con las que más disfrutaba.

Cuando un hombre había sido punzado quinientas o seiscientas veces, en el transcurso de un tratamiento diario normal, y había sido sumergido en un baño caliente para hacer brotar los colores, se desplomaba medio muerto a los pies de Seikichi. Pero Seikichi bajaba su mirada hacia él, fríamente. «Parece que duele», observaba con aire satisfecho.

Siempre que un individuo flojo aullaba de dolor o apretaba los dientes o torcía la boca como si estuviese muriéndose, Seikichi le decía: «No sea usted niño. Conténgase usted: ¡no ha hecho más que empezar a sentir mis agujas!» Y continuaba tatuándole, tan imperturbable como siempre, mirando de vez en cuando, de reojo, el rostro bañado en lágrimas del cliente.

Pero a veces, una persona de excepcional fortaleza encajaba las mandíbulas y aguantaba estoicamente sin permitirse ni un gesto. Entonces, Seikichi se sonreía y decía: «¡Ah, es usted hombre porfiado! Pero espérese. Pronto le empezará a temblar el cuerpo de dolor. Dudo que sea capaz de soportarlo…»

Durante mucho tiempo, Seikichi acarició el deseo de crear una obra maestra en la piel de una mujer hermosa. Semejante mujer habría de reunir tantas perfecciones de carácter como físicas. Un rostro encantador y un hermoso cuerpo no le habrían satisfecho. Aunque inspeccionaba cuantas bellezas reinaban en los alegres barrios de Edo, no encontró ninguna que satisficiese sus exigentes pretensiones. Transcurrieron varios años sin encontrarla y el rostro y la figura de la mujer perfecta continuaban obsesionándole. Pero no quiso perder la esperanza.

Una tarde de verano, durante el cuarto año de búsqueda, sucedió que Seikichi, al pasar por el restaurante Hirasei, en el distrito Fukagawa de Edo, no lejos de su casa, vio un pie desnudo de mujer, blanco como la leche, asomando por entre las cortinas de un palanquín que estaba partiendo. Para su experta mirada, un pie humano era tan expresivo como un rostro. Aquél era el colmo de la perfección. Dedos exquisitamente cincelados, uñas como las iridiscentes conchas del acantilado de Enoshima, bañada en las límpidas aguas de un manantial de montaña, se trataba, en fin, de un pie digno de ser nutrido por la sangre de los hombres, de un pie hecho para pisotear sus cuerpos. Seguramente, aquél era el pie de la única mujer que durante tanto tiempo se le había ocultado. Ansioso por vislumbrar su cara, Seikichi empezó a seguir al palanquín. Pero, tras perseguirlo por callejuelas y avenidas, lo perdió por completo de vista.

El deseo de Seikichi, durante tanto tiempo contenido, se convirtió en amor apasionado. Una mañana, ya muy entrada la primavera siguiente, se encontraba en el balcón, adornado por los bambúes floridos, de su casa de Fukagawa contemplando una maceta de lirios omoto, cuando oyó a alguien junto a la puerta de su jardín. Por la esquina del seto interior apareció una muchacha. Le llevaba un recado de una amiga suya, geisha del cercano barrio de Tatsumi.

– Mi ama me ha dicho que le entregue esta capa y dice que si tendría la amabilidad de decorar el forro – dijo la muchacha. Desató un paquete de ropa color azafrán y saco una capa de seda, de mujer (envuelta en un pliego de papel grueso en el que estaba impreso un retrato del actor Tojako), y una carta.

La carta repetía su amistosa petición y continuaba diciendo que su portadora empezaría pronto la carrera de geisha bajo su protección. Esperaba que, sin echar en olvido los viejos vínculos, extendiese su protección a esta muchacha.

– Creo que es la primera vez que le veo – dijo Seikichi escrutándola con insistencia. Parecía no tener más de quince o dieciséis años, pero su rostro mostraba una belleza extrañamente madura, un aspecto de experiencia, como si ya hubiese pasado varios años en el alegre barrio y hubiese fascinado a incontables hombres. Su belleza reflejaba los sueños de generaciones de hombres y mujeres seductores que habían vivido y muerto en la vasta capital donde estaban concentrados los pecados y las riquezas de todo el país.

Seikichi le ofreció asiento en el balcón y estudió sus delicados pies, desnudos salvo unas elegantes sandalias de paja.

– Tu saliste del palanquín del Hirasei una noche de julio pasado, ¿no es cierto? – le preguntó.

– Supongo que sí – contestó ella, sonriendo ante la extraña pregunta -. Mi padre vivía todavía y me llevaba con frecuencia allí.

– Te he estado esperando durante cinco años. Es la primera vez que te veo la cara, pero recuerdo tu pie… Acércate un momento, tengo que enseñarte una cosa.

Ella se había puesto en pie para irse, pero la cogió de la mano y la condujo arriba, al estudio que daba a la orilla del río. Entonces sacó dos kakemonos y desenrolló uno ante ella.

Era una pintura de una princesa china, la favorita del cruel Emperador Chu de la dinastía Shang. Estaba apoyada en una balaustrada, en postura lánguida, la larga falda de su vestido de brocado floreado caía hasta la mitad de un tramo de escalones, su esbelto cuerpo soportaba con dificultad el peso de una corona de oro tachonado
de coral y lapislázuli. Llevaba en la mano derecha una ancha copa de vino que inclinaba hacia los labios mientras contemplaba a un hombre que era conducido a la tortura en el jardín de abajo. Tenía las manos y los pies encadenados a un pilar hueco de cobre en cuyo interior iban a echar un fuego. La princesa y su víctima, la cabeza inclinada ante ella, los ojos cerrados, dispuestos a aceptar su destino, estaban representados con terrorífica verosimilitud.

Mientras la muchacha contemplaba la extraña pintura, sus labios temblaron y los ojos empezaron a chispearle. Poco a poco su faz fue adquiriendo una curiosa semejanza con la de la princesa. En la pintura, descubrió su yo secreto.

– Tus propios sentimientos están revelados aquí – le dijo Seikichi, complacido, mientras la miraba al rostro.

– ¿Por qué me muestras una cosa tan horrible? – preguntó la muchacha, mirándole. Se había puesto pálida.

– La mujer eres tú. Su sangre corre por tus venas. Después, extendió el otro kakemono.

Era éste una pintura titulada «Las Víctimas». En medio de ella, una joven estaba en pie apoyada al tronco de un cerezo: Gozaba contemplando un montón de cadáveres de hombres que yacían a sus pies. Unos pajarillos trinaban sobre ella, cantando triunfalmente. Sus ojos irradiaban orgullo y gozo. ¿Era un campo de batalla o un jardín de primavera? En este cuadro, la muchacha sintió haber encontrado algo escondido durante mucho tiempo en las tinieblas de su propio corazón.

– Esta pintura muestra tu futuro – dijo Seikichi, apuntando a la mujer que había bajo el cerezo, la propia imagen de la muchacha -. Todos estos hombres arruinarán sus vidas por ti.

– Por favor, ¡te suplico que te lleves esto! – Se volvió de espaldas como para escapar a su tantálico hechizo y temblando, se postró ante él. Finalmente, continuó diciendo: – Sí, admito que no te equivocas conmigo: yo soy como esa mujer… Así que, llévate eso, por favor.

– No hables como una cobarde – le dijo Seikichi, con sonrisa maliciosa -. Míralo más cerca. No durarán mucho tus escrúpulos.

Pero la muchacha se negaba a levantar la cabeza. Todavía postrada, con el rostro entre las mangas, repetía una y otra vez que estaba asustada y quería marcharse.

– No, tienes que quedarte, quiero convertirte en una verdadera belleza – le dijo, acercándose a ella. Llevaba bajo el kimono un frasquito de anestésico que había conseguido algún tiempo antes de un médico holandés.

El sol de la mañana brillaba sobre el río, enjoyando, el estudio de ocho alfombras con su ardiente luz. Los rayos reflejados por el agua dibujaban temblorosas olas doradas sobre las mamparas corredizas de papel y sobre el rostro de la muchacha, que estaba profundamente dormida. Seikichi había cerrado las puertas y sacado sus instrumentos de tatuaje, pero durante un rato se limitó a sentarse, arrobado, saboreando hasta la saciedad su misteriosa belleza. Pensaba que jamás se cansaría de contemplar su sereno rostro semejante a una máscara. Precisamente como los antiguos egipcios habían embellecido sus magníficos campos con pirámides y esfinges, iba él a embellecer la impoluta piel de la muchacha.

En este momento, levantó el pincel que apretaba entre el pulgar y los dos dedos siguientes de la mano izquierda, aplicó su extremo en la espalda de la muchacha y, con la aguja que llevaba en la mano derecha, empezó a grabar un dibujo. Sintió que su propio espíritu se disolvía en la tinta negra de polvo de carbón con que le manchaba la piel. Cada gota de cinabrio Ryukyu con que iba mezclando el alcohol y atravesándola era una gota de su propia sangre. Veía en sus pigmentos los matices de sus propias pasiones.

Pronto llegó la tarde y luego, el tranquilo día primaveral avanzó hacia su fin. Pero Seikichi no se detuvo en su trabajo, ni se interrumpió el sueño de la muchacha. Cuando un criado llegó de casa de la geisha preguntando por ella, Seikichi lo despachó diciéndole que hacía tiempo que se había ido. Y horas más tarde, cuando la luna colgaba sobre la mansión del otro lado del río, bañando las casas de la orilla en una luz de ensueño, el tatuaje no estaba ni a medio hacer. Seikichi trabajaba a la luz de una vela.

Ni siquiera introducir una gota de colorante era un trabajo fácil. A cada pinchazo de la aguja, Seikichi daba un profundo suspiro y sentía como si se hubiese atravesado su propio corazón. Poco a poco, las marcas del tatuaje empezaron a adquirir la forma de una gigantesca araña hembra y cuando el cielo nocturno empalidecía con la luz del alba, esta horripilante y malévola criatura había estirado sus ocho patas para abrazar por completo la espalda de la muchacha.

A plena luz del alba primaveral, las barcas habían empezado a bogar por el río, de arriba abajo, con los remos restallando en la quieta mañana, los tejados brillaban al sol y la neblina comenzaba a adelgazar sobre las blancas velas que se hinchaban con la brisa mañanera. Por fin, Seikichi, dejó el pincel y contempló la araña tatuada. Esta obra de arte había sido el supremo esfuerzo de su vida. Ahora, cuando la hubo acabado, su corazón estaba atravesado de emoción.

Las dos figuras permanecieron quietas durante algún tiempo. Luego, las paredes de la habitación devolvieron el eco tembloroso de la voz baja y bronca de Seikichi:

– Para hacerte verdaderamente hermosa he vertido mi espíritu en este tatuaje. No existe hoy una mujer en el Japón que se pueda compara contigo. Tus viejos temores han desaparecido. Todos los hombres serán tus víctimas.

Como respuesta a estas palabras, un débil gemido escapó de los labios de la muchacha. Lentamente, empezó a recobrar los sentidos. A cada estremecida inspiración, las patas de la araña se agitaban como si estuviera viva.

– Tienes que sufrir. La araña te tiene entre sus garras.

Como respuesta, abrió ella los ojos levemente, con una mirada vacía… La mirada se le fue avivando progresivamente, como la luna va encendiéndose por la tarde, hasta lucir esplendorosamente en su faz.

– Déjame ver el tatuaje – dijo, hablando como en sueños, pero con un dejo de autoridad en la voz -. Al darme tu espíritu, has tenido que hacerme muy bella.

– Antes tienes que bañarte para que aparezcan los colores – susurró Seikichi compasivamente -. Me temo que va a dolerte, pero sé valiente otro poco.

– Puedo soportar cualquier cosa por la belleza.

A pesar del dolor que le recorría el cuerpo, sonrió.

– ¡Cómo pica el agua!… Déjame sola ¡espera en la otra habitación! No me gusta que un hombre me vea sufrir así.

Al salir de la tina, demasiado débil para poder secarse, la muchacha echó a un lado la compasiva mano que Seikichi le ofrecía y se dejo caer al suelo en una agonía, quejándose como presa de una pesadilla. El despeinado cabello le colgaba sobre el rostro en salvaje maraña. Las blancas plantas de sus pies se reflejaban en el espejo que había detrás de ella.

Seikichi estaba asombrado del cambio que había sobrevenido a la tímida y sumisa muchacha del día anterior, pero hizo lo que le había dicho y se fue a esperar en el estudio. Alrededor de una hora después volvió, cuidadosamente vestida, con el empapado y alisado cabello cayéndole por los hombros. Apoyándose en la barandilla del balcón, miró al cielo levemente brumoso. Le brillaban los ojos, no había en ellos ni una huella de dolor.

– Me gustaría ofrecerte también estas pinturas – dijo Seikichi, colocando ante ella los kakemonos -. Cógelas y vete.

– ¡Todos mis antiguos temores se han desvanecido y tú eres mi primera víctima! – Le lanzó una mirada tan brillante como una espada. Una canción de triunfo sonaba en sus oídos.

– Déjame ver de nuevo tu tatuaje – suplicó Seikichi.

Silenciosamente, la muchacha asintió y dejó resbalar el kimono de sus hombros. Prec
isamente entonces su espalda, esplendorosamente tatuada, recibió un rayo de sol y la araña se coronó en llamas.

12 septiembre, 2008  Leave a comment

La era del vacío: Ensayo sobre el individualismo contemporáneo (fragmentos)

Gilles Lipovetsky

‘Narciso, o la Estrategia del Vacío’

A cada generación le gusta reconocerse y encontrar su identidad en una gran figura mitológica o legendaria que reinterpreta en función de los problemas del momento: Edipo como emblema universal, Prometeo, Fausto o Sísifo como espejos de la condición moderna. Hoy Narciso es, a los ojos de un importante número de investigadores, en especial americanos, el símbolo de nuestro tiempo: «El narcisismo se ha convertido en uno de lo temas centrales de la cultura americana» (Chr. Lasch: The Culture of Narcisism). Mientras el libro de R. Sennett Las Tiranías de la intimidad, acaba de ser traducido al francés, The Culture of Narcisism, se ha convertido en un auténtico best-seller en todo el continente de los USA. Más allá de la moda y de su espuma y de las caricaturas que pueden hacerse aquí o allá del neo-narcisismo, su aparición en la escena intelectual presenta el enorme interés de obligarnos a registrar en toda su radicalidad la mutación antropológica que se realiza ante nuestros ojos y que todos sentimos de alguna manera, aunque sea confusamente. Aparece un nuevo estadio del individualismo: el narcisismo designa el surgimiento de un perfil inédito del individuo en sus relaciones con él mismo y su cuerpo, con los demás, el mundo y el tiempo, en el momento en que el «capitalismo» autoritario cede el paso a un capitalismo hedonista y permisivo, acaba la edad de oro del individualismo competitivo a nivel económico, sentimental a nivel doméstico (E. Shorter), revolucionario a nivel político y artístico, y se extiende un individualismo puro, desprovisto de los últimos valores sociales y morales que coexistían aún con el reino glorioso del homo economicus, de la familia, de la revolución y del arte; emancipada de cualquier marco trascendental, la propia esfera privada cambia de sentido, expuesta como está únicamente a los deseos cambiantes de los individuos. Si la modernidad se identifica con el espíritu de empresa, con la esperanza futurista, está claro que por su indiferencia histórica el narcisismo inaugura la posmodernidad, última fase del homo aequalis.

El vacío

‘¡Si al menos pudiera sentir algo!’: esta es la fórmula que traduce la ‘nueva’ desesperación que afecta a un numero cada vez mayor de personas. En este punto, el acuerdo de los psicólogos parece general; desde hace veinticinco o treinta años, los desordenes de tipo narcisista constituyen la mayor parte de los trastornos psíquicos tratados por los terapeutas, mientras que las neurosis ‘clásicas’del siglo XIX, histerias, fobias, obsesiones, sobre las que el psicoanálisis tomó cuerpo, ya no representan la forma predominante de los síntomas. Los trastornos narcisistas se presentan no tanto en forma de trastornos con síntomas claros y bien definidos, sino más bien como ‘trastornos de carácter’ caracterizados por un malestar difuso que lo invade todo, un sentimiento de vacío interior y de absurdidad de la vida, una incapacidad para sentir las cosas y los seres. Los síntomas neuróticos que correspondían al capitalismo autoritario y puritano han dejado paso bajo el empuje de la sociedad permisiva, a desordenes narcisistas, imprecisos e intermitentes. Los pacientes ya no sufren síntomas fijos sino de trastornos vagos y difusos; la patología mental obedece a la ley de la época que rinde a la reducción de rigideces así como la licuación de las relevancias estables: la crispación neurótica ha sido substituida por la flotación narcisista. Imposibilidad de sentir, vacío emotivo, que la desubstanciación ha llegado a su término, explicitando la verdad del proceso narcisista, como estrategia del vacío.

Es más; según Chr. Lasch, los individuos aspiran cada vez más a un desapego emocional, en razón de los riesgos de inestabilidad que sufren en la actualidad las relaciones personales. Tener relaciones interindividuales sin un compromiso profundo, no sentirse vulnerable, desarrollar la propia independencia afectiva, vivir solo, ese seria el perfil de Narciso. El miedo a la decepción, el miedo a las pasiones descontroladas traducen a nivel subjetivo lo que Chr. Lasch llaman The Flight from feeling (La huida ante el sentimiento), proceso que se ve tanto en la protección íntima como en la separación que todas las ideologías ‘progresistas’ quieren realizar entre el sexo y el sentimiento. Al preconizar el cool sex y las relaciones libres, al condenar los celos y la posesividad, se trata de hecho de enfriar el sexo, de expurgarlo de cualquier tensión emocional para llegar a un estado de indiferencia, de desapego, no sólo para protegerse de las decepciones amorosas, sino también para protegerse de los propios impulsos que amenazan el equilibrio interior. La liberación sexual, el feminismo, la pornografía, apuntan a un mismo fin: Levantar barreras contra las emociones y dejar de lado las intensidades afectivas. Fin de la cultura sentimental, fin del happy end, fin del melodrama y nacimiento de una cultural cool en la que cada cual vive en un bunker de indiferencia, a salvo de sus pasiones y de las de los otros.

Seguramente Chr Lasch tiene razón para señalas el refugio de la moda ‘sentimental’, destronada por el sexo, el placer, la autonomía, la violencia espectacular. El sentimentalismo ha sufrido el mismo destino que la muerte; resulta incomodo exhibir las pasiones, declarar ardientemente el amor, llorar, manifestar con demasiado énfasis los impulsos emocionales. Como en el caso de la muerte, el sentimentalismo resulta incomodo; se trata de permanecer digno en materia de afecto, es decir, discreto. El ‘sentimiento prohibido’, lejos de designar un proceso anónimo de deshumanización, es un efecto del proceso de personalización que apunta a la erradicación de los signos rituales y ostentosos del sentimiento. El sentimiento debe llegar a su estado personalizado, eliminando los sintagmas fijos, teatralidad melodramática, el kistch convencional. El pudor sentimental está regido por un principio de economía y sobriedad, constitutivo del proceso de personalización. Por ello no es tanto la huida ante el sentimiento lo que caracteriza nuestra época como la huida ante los signos de sentimentalidad. No es cierto que los individuos busquen un desapego emocional y se protejan contra la irrupción del sentimiento; a ese infierno lleno de mónadas insensibles e independientes, hay que oponer los clubs de eneciuentros, de relaciones, de amor y que precisamente cada vez cuesta más realizar. Por eso el drama es más profundo que el pretendido desapego cool: hombres y mujeres siguen aspirando a la intensidad emocional de las relaciones privilegiadas (quizá nunca hubo una tal «demanda» afectiva como en esos tiempos de deserción generalizada), pero cuanto más fuerte es la espera; más escaso se hace el milagro fusional y en cualquier caso más breve(1). Cuanto más la ciudad desarrolla posibilidades de encuentro, más solos se sienten los individuos; más libres, las relaciones se vuelven emancipadas de las viejas sujeciones, más rara es la posibilidad de encontrar una relación intensa. En todas partes encontramos soledad, el vacío, la dificultad de sentir, de ser transportado fuera de sí, de ahí la huida hacia delante en las ‘experiencias’ que no hace más que traducir la búsqueda de una ‘experiencia’ emocional fuerte ¿por qué no puedo yo amar y vibrar? Desolación de narciso, demasiado bien programado en absorción en sí mismo para que pueda afectarle el Otro, para salir de sí mismo, y sin embargo, insuficientemente programado ya que todavía desea una relación afectiva.

(1) El proceso de desestandarización precipita el curso de las ‘aventuras’, pues las relaciones repetitivas con su inercia o pesadez, perjudican la disónibilidad, la ‘personalidad’ viva del individuo. Hay que buscar el frescor de vivir, reciclar los afectos, tirar todo lo que envejece: en los sistemas desestabilizados, la única ‘
relación peligrosa’ es una relación de pareja prolongada indefinidamente. De ahí una bajada o subida de la tensión cíclica: del stress a la euforia, la existencia se vuelve sismográfica.

10 septiembre, 2008  1 Comment

Donde dice Japón

Aurelio Asiain

La literatura japonesa es mucho más que las obras que, en tiempos recientes, han ido conquistando las librerías iberoamericanas. Junto al creciente entusiasmo de quienes leen en español a Haruki Murakami, Kenzaburo Oé o Banana Yoshimoto, y antes apreciaron a Yukio Mishima y Kōbō Abe, está el de quienes hoy pueden acercarse a autores esenciales como Yasunari Kawabata y Junichiro Tanizaki (ambos reeditados ampliamente), o a clásicos como el Genji monogatari, el Kojiki o el Heike monogata-ri. Uno de nuestros más asiduos lectores de la literatura nipona presenta aquí tres instantáneas sobre cómo ésta sigue llegando a nuestra lengua y cómo se producen hoy algunos de sus mayores éxitos editoriales
I. Vengo leyendo hace meses, aquí y allá, que la literatura japonesa está en boga en nuestros países, y ahora me pide Hoja por Hoja que escriba sobre el asunto, a propósito de la publicación de tres libros de Yasunari Kawabata (Historias de la palma de la mano, Kioto y Primera nieve del monte Fuji) y uno de Junichiro Tanizaki (La madre del capitán Shigemoto). Acepto el encargo, no sin reservas —y advirtiendo que apenas mencionaré esos libros—. Mi afición de años a la literatura antigua de Japón no me convierte en especialista y de la literatura moderna tengo más noticia que conocimiento. Además, aunque estoy poco atento a lo que ocurre en el mercado editorial hispanoamericano, creo que hablar de boga es exagerar.

Kawabata y Tanizaki escribieron en la primera mitad del siglo pasado sus obras más importantes, que imitaron García Márquez y García Ponce: su publicación en nuestra lengua no es una novedad. Tampoco son autores representativos de la literatura actual, que en las últimas décadas ha explorado nuevos territorios y cuyos lectores manifiestan gustos e intereses muy distintos. Ninguno de los títulos mencionados se cuenta, además, entre sus obras centrales, si bien las dos colecciones de relatos de Kawabata son particularmente interesantes: las Historias de la palma de la mano porque representan una variante peculiar del cuento corto, tan equidistante de las minificciones habituales entre nosotros —que suelen agotarse en ejercicios de prestidigitación— como del poema en prosa —con el que solamente colindan porque en este caso la poesía proviene del esbozo de historia que es su asunto—; la Primera nieve del monte Fuji, porque incluye cuentos del mejor Kawabata. Pero en cambio Kioto y La madre del capitán Shigemoto son dos obras decididamente menores. La primera, que no se lee sin gratitud, es un escrito de convicción en que al autor le importa más mostrar la imantación simbólica de la cultura tradicional japonesa que la historia a través de la cual se expresa. La segunda, mucho más interesante, es una novela de corto aliento cuyo sentido para un lector no avezado en la literatura tradicional de Japón resultará aún más elusiva de lo que ya de suyo es. Como obras similares de Tanizaki (digamos Enredadera de Yoshino), pierde densidad si el lector no está familiarizado con el universo simbólico tradicional.

¿Habrá que congratularse de que quien recorra por primera vez la capital antigua de la mano de Kawabata no advierta que las geishas y los templos y las ceremonias de té que lo esperan ahí son los de una visita turística? La literatura japonesa pertenece a un mundo tan lejano y de concepciones morales e impulsos sentimentales tan distintos, que leerla fuera de contexto es desnaturalizarla. Dije que me parecía exagerado decir que está en boga. Aclaro: el interés creciente de los últimos años por la literatura japonesa en los países de habla española es todavía minoritario, tanto por los lectores en que se manifiesta como por las obras que lo provocan, y creo por lo mismo que ese interés es un exotismo, no más in-formado ni más lúcido que el de los espectadores de Lost in Translation, las Memorias de una geisha o Seda.

II. Por eso, el hecho de verdadera importancia es la aparición, en la última década, de un puñado de libros esenciales. En primer lugar, las dos traducciones del Genji monogatari, uno de los libros más extraordinarios de la literatura universal; no son directas, pero las versiones inglesas que han usado son excelentes, y en ambos casos los traductores españoles han hecho un trabajo espléndido. En seguida, hay que destacar la labor fenomenal de Carlos Rico, que ha traducido directamente el Kojiki, primera crónica histórico-mitológica de Japón, el Heike monogatari (con Rumi Tami), una selección del Kokinshû, la primera y más importante de las antologías imperiales, y el nikki de la Dama Sarashina. A otros traductores les debemos el Cuento del corta-dor de bambú (Kiyoko Takagi), los Cien poemas de cien poetas (José María Bermejo y Teresa Herrero), el Hojôki (Jesús Álvarez Crespo primero y luego Masateru Ito), el Fushikaden de Zeami (en tres traducciones).

Hay que celebrar la aparición de esas y otras obras clásicas en nuestra lengua no sólo porque son magnífica literatura; además, porque la literatura moderna de Japón no es comprensible desprendida de su tradición. Tampoco lo será la literatura estrictamente contemporánea, que, como he dicho antes, se interna por territorios desconocidos. No es posible, en una nota como ésta, dar una idea cabal de cuáles son, pero sospecho que la mera descripción del mundo tecnológico en que se produce la nueva literatura puede dar una idea de la novedad de sus ritmos y sus formas.

III. En todo el mundo se escriben novelas por entregas en las bitácoras de internet. Pero el desarrollo del género en Japón es distinto y corres-ponde a condiciones culturales, económicas, tecnológicas peculiares. Aunque el inglés es lingua franca en el mundo real y virtual y tiene cinco veces más hablantes nativos, a fines de 2007 eran más los blogs escritos en japonés (37 por ciento del total) que en inglés (36 por ciento). Más asombroso es que 40 por ciento de los blogs en japonés se redacten en teléfonos celulares, desde los trenes, y más interesante que, a diferencia de los escritos en inglés, no se propongan principalmente expresar el punto de vista peculiar de sus autores, afirmar su autoridad o darles notoriedad, sino meramente registrar sus actividades cotidianas o, discretamente, sus impresiones. A diferencia de los occidentales, los japoneses, que pueden conectarse a la red virtual desde donde sea y cuando quieran, no escriben blogs para influir en la opinión pública y muchos se sorprende-rían si supieran que alguien más que ellos mismos lee sus anotaciones, con frecuencia anónimas: diarios privados escritos en público.

Diarios o eso que suele traducirse como diarios y que en japonés, desde el siglo IX, se llama nikki: cuenta de días, real o ficticia, en que se alternan y se cruzan los géneros. Esos nikki, origen del Genji monogatari hace mil años, están produciendo, en su versión tecnológica actual, una nueva narrativa japonesa, no necesariamente desdeñable. El más prestigioso de los premios literarios para nuevos escritores, el Akutagawa, correspondió a principio de este año a la tercera novela de Mieko Kawakami, Chichi to ran (Pechos y huevos), originalmente escrita en un blog que registraba 200 mil visitas diarias en la etapa final de la novela, antes de pasar al formato impreso tradicional.

La mitad de las diez novelas más vendidas en Japón en 2007 fueron novelas escritas en y para teléfonos celulares, de las que en la primera mitad de 2007 se habían vendido ya más de tres millones de descargas. Una, El hilo rojo ( ), tuvo más de un millón de descargas en seis meses, antes de publicarse impresa, en dos volúmenes de los que se han vendido casi dos millones de ejemplares; se ha traducido ya en una serie de televisión y una película que, con los mismos actores, se estrenarán el próximo invier-no. La trama es típica y el título tradicional (el amor de dos adole
scentes que sobrevive a la violencia y la degradación es el hilo rojo de una leyenda china) pero no el ritmo narrativo y, contra lo que pudiera imaginar un lector occidental, la extensión no es menor que la de un relato tradicional.

Una novela de 300 páginas escrita en teléfono celular sería impensable en otras partes; no en Japón. En primer lugar, por la naturaleza alusiva de la lengua y la economía de la escritura, que ocupa menos espacio en la página que las lenguas occidentales. Si la traducción española de un texto en inglés requiere más o menos 25 por ciento más letras, la traducción inglesa de un texto japonés ocupa 50 por ciento más espacio en la página. Dicho de otro modo: con páginas y tipografía del mismo tamaño, un libro japonés de 100 páginas tendrá 150 en versión inglesa y casi 200 en versión española. Eso explica que las ediciones de bolsillo sean realmente de bolsillo, los artículos de la prensa sean breves como el horóscopo y leer en la pantalla del teléfono no sea tan incómodo como para nosotros.

Se lee más y más rápidamente. No sólo en los celulares: en una industria editorial en crisis, el año pasado se publicaron 80 595 títulos, circularon 4 511 revistas y operaron 4 055 casas editoras. Los tres mayores diarios de circulación nacional tienen tirajes de 12, 10 y 7 millones de ejemplares, de los que el 98 por ciento se venden por suscrip-ción. Los diarios locales tiran cientos de miles de ejemplares.

En la corte Heian de hace mil años un hombre y una mujer, durante el cortejo, no se veían frente a frente y no cruzaban más palabras que las de los poemas que traía y lleva-ba un mensajero. Hoy, en el metro de las ciudades japonesas, los pasajeros no hablan. Escriben en sus celulares incesantemente. Se envían mensajes baladíes. Poemas. O novelas. Tres millones de esos pasajeros leen novelas. Los poemas no son negocio y no se cuentan: son muchos más.

Literatura

Genji monogatari (Romance de Genji)
Murasaki Shikibu
Traducción de Fernando Gutiérrez, Palma de Mallorca,
José J. de Olañeta Editor, 2004, 261 p.
ISBN 84-9716-360-5

Kojiki. Crónicas de antiguos hechos de Japón
Traducción de Carlos Rubio y Rumi Tani Moratalla,
Madrid, Trotta, 2008, Pliegos de Oriente, 288 p.
ISBN 978-84-8164-984-0

Heike monogatari
Traducción de Carlos Rubio y Rumi Tani Moratalla, Madrid,
Gredos, 2005, Biblioteca Universal Gredos 38, 854 p.
ISBN 84-249-2787-7

Claves y textos de la literatura japonesa. Una introducción
Carlos Rubio
Madrid, Cátedra, 2007, Crítica y Estudios Literarios, 720 p.
ISBN 978-84-376-2422-8

El cuento del cortador de bambú
Traducción y edición de Kayoko Takagi, Madrid, Trotta,
2008, Pliegos de Oriente, 120 p.
ISBN 978-84-8164-238-4

Cien poetas, cien poemas. Hyakunin isshu
(Antología de poesía clásica japonesa)
Hyakunin Isshu
Traducción, introducción y notas de José María Bermejo
y Teresa Herrero, Madrid, Hiperión, 2006,
Poesía Hiperión 482, 224 p.
ISBN 978-84-7517-806-6

Hojoki. Canto a la vida desde una choza
Kamo no Choomei
Traducción de Masateru Ito, Caracas, Los Libros
de El Nacional, 2004, Colección Ares 50, 73 p.
ISBN 980-388-141-8

Fushikaden. Tratado sobre la práctica
del teatro Nö y Cuatro dramas Nö
Zeami
Madrid, Trotta, 1999, Pliegos de Oriente, 300 p.
ISBN 978-84-8164-258-2

Aurelio Asiain es poeta, traductor, ensayista y editor. Da clases en la Universidad Kansai Gaidai, en Hirakata. Su libro más reciente es Luna en la hierba. Medio centenar de poemas japoneses (Madrid, Hiperión, 2007)

10 agosto, 2008  Leave a comment

Elogio de la sombra de Junichiro Tanizaki

9 agosto, 2008  Leave a comment

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